¿Cómo enseñar a un niño a resolver sus problemas él solo?
En realidad, nunca estará solo, porque tiene el apoyo de su mamá y de su papá. Pero, es importante que tu hijo vaya aprendiendo a ser independiente y resolver sus problemas, que a esta edad suelen ser del tipo: mi hermano rompió mi juguete, mi amigo ya no me habla, perdí mi lapicera, o hasta un niño en la escuela me molesta.
Con esto no debes creer que los problemas de tu hijo son «pequeños o de poca importancia». Para él, cada una de sus vivencias tienen un carácter muy emocional porque recuerda que aún no reconoce ni puede poner bajo control sus emociones, por eso los niños tieneden a reaccionar impulsivamente e intensamente.
Tampoco significa que por muy pequeño que sea tu hijo, debes resolverlos tú imponiendo tu autoridad. Debes intervenir lo menos posible, observar cómo se desenvuelve y acudir si demanda tu apoyo. En estos casos es mejor que lo guíes con preguntas para hacerle pensar en soluciones:
«¿Qué crees que podemos hacer para que Laura se enconte contigo?». Le ayudarás a encontrar respuestas, fomentarás el diálogo y la comprensión del otro. Tu actitud es vital. Si un niño le quita la pelota al tuyo y le recomiendas: «Ahora se la quitas tú y no juegues más con ese niño», le estarás enseñando a abandonar las relaciones al primer desacuerdo.
Es posible, incluso, que él no le hubiera dado importancia a que le quitaran el juguete. O que sí le interesó y no supo cómo recuperarlo. No obstante, la mayoría de las veces los niños resolverán solos sus conflictos.
Ayuda a tu hijo a…
- Expresar sus opiniones y sentimientos: «Últimamente siempre te pones de malas a la hora de ir a dormir, ¿quieres que hablemos y busquemos una solución?». «Me parece que no te gusta que hable por teléfono mientras estamos juntos, ¿quieres que lo platiquemos?».
- Decir «no» con educación y respeto. Si no quiere ir a visitar a la abuelita, debe sentirse libre de poder manifestarlo sin que nadie lo presione ni se enoje. Tu labor es enseñarle a decir «no» con respeto, sin enojos: «No quiero ir, abuelita, muchas gracias, pero ahora no se me antoja».
Por Felipe Salinas